domingo, 27 de diciembre de 2009

Box

Me desperté en medio de la oscuridad, temblando, sudando y con la conciencia untada en desasosiego. Cogí todo el oxígeno de la habitación en la bocanada de aire más soberbia de toda mi vida. Expulsé gases de efecto invernadero lentamente, súbitamente. ¡Sólo había sido una pesadilla!

Torné la mirada al horizonte pavimentado. Allí estaba ella, a la altura de los dedos de mis pies. No me miraba, ni respiraba. Tenía forma de teserak y estaba atada con una cuerda. Me pareció impertinente que la libertad de aquel objeto, que nunca antes había visto, se encontrara corrompida por un lazo.

Me acerqué a ella con miedo, pero las ansias de alivio me torturaban, me clavaban agujas ardiendo en la piel. Así que, con todas mis fuerzas, tiré el miedo desde la ventana de aquel quinto piso. Sabía que, si él era capaz de sobrevivir, después de ese golpe no volvería a mí jamás. Era consciente de que mi propio miedo me tendría miedo. Y me reí.

Despojado de todo aquello tuve el valor de tocarla. Estaba ardiendo, o yo helado, o ambas cosas. De nuevo la necesidad imperiosa me atacaba… ¡necesitaba liberarla ya!

Deshice el nudo del lazo con mucho cuidado y retiré la soga que la asfixiaba. Abrí la caja. Y no sucedió nada hasta que, de improviso, un inmenso chorro de luz proveniente de aquel agujero inmundo me cegó. Grité desesperadamente, pero, de repente, comenzó a sonar la melodía más suave. Después me rodeó la fragancia de la armonía, me besó, gemí. Entonces lo supe, había aparecido frente a mi cama la caja que encerraba el consuelo de la vida. Era la cuarta dimensión.

Para cuando recuperé la visión la caja no estaba, pero aquel consuelo, que no era ni más ni menos que amor, me acompañaría para siempre.

B.B

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