jueves, 1 de abril de 2010

Crónica de una aberración anunciada

He batido al tirano más cruel y sanguinario de nuestra comarca. He liberado las ideas que anidaban prisioneras en las cabezas de todos mis allegados. He robado un banco para disolver las deudas que ahogaban a las personas más pobres que conozco. Sé que los métodos utilizados para ello no estaban recogidos en ningún manual de ortodoxia, pero también sé que gracias a lo que hice muchos llenaron su corazón con un saco de esperanza ingenua y legítima, dulce como ella sola.

Estos actos, más o menos heroicos, según el criterio de cada uno, han sido realizados gracias a la imaginación impertinente de muchos individuos que contribuyeron a las distintas causas.

En aquel momento, en que todo lo mencionado eran fideos indefensos en una sopa de recuerdos y polvo en una estantería llena de cartas, yo, Aitana, me hallaba inmersa en un profundo vacío en el estómago. En mi casa abundaba el alpiste y las latas de conservas, cuya etiqueta quitaba para darle misterio a mis cenas frente al televisor. Aquella noche el abrelatas se había estropeado y en una exasperante lucha a vida o muerte contra un envase metálico el absurdo venció a la Ilustración. En un sonado golpe de astucia y necesidad práctica decidí visitar al vecino del cuarto para pedirle un abrelatas. Ese hombre, mitad humano, mitad girasol, es la versión de Berlusconi al más puro estilo de la España de pandereta. Su piel, infinitamente tostada, adquiere un brillo especial cuando la música aberrante que escoge alcanza el clímax melódico.

Inicié así mi aventura hacia el universo paralelo del piso de arriba con la misión de vencer a la lata de conservas. Llegué hasta su puerta, llamé al timbre y cuando abrió llegó a mis oídos un gruñido que parecía ser un inútil intento de saludo que venía acompañado por un escupitajo que había surgido fruto de la excitación de ejercitar su aparato fonador. Le pedí el abrelatas y, muy voluntariosos, él y su futuro tumor en la piel, se apresuraron a buscar la herramienta. En la espera me percaté de que su casa tenía un intenso aroma a pis de gato. Ahí fue cuando Whiskas (qué nombre tan capitalista), su gato, apareció en el plano de mi mirada para erizar su enorme rabo instantáneamente y emitir un sonido, cuanto menos, violento. Mientras tanto se oía a Marcial, mi vecino, escarbando en algún cajón de su cocina. De repente Whiskas comenzó a vomitar, sabe Dios si por el susto de verme con los rulos puestos, o por la emoción de escuchar a Palito Ortega a volumen 86. Nota de la vomitona: 9,9. Jamás habían visto mis ojos semejante montaña de pelo y hierba. Era un precioso volcán cubierto de lava hirviendo. Sospecho que el pH de la lava era muy básico. Casi pude distinguir entre esa densa masa las rocas y minerales que arrastraba la corriente.

Marcial volvió sin el abrelatas y comentó que había puesto la cocina patas arriba para tratar de encontrarlo. En cualquier caso, no fue un desastre tan grande después de todo. No tenía abrelatas, pero tras el espectáculo presenciado tampoco tenía apetito.

B.B

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