miércoles, 3 de agosto de 2011

Vida

“En Siberia hace frío porque los sentimientos pasan sin abrazarse, sin hacer roce los unos con los otros.”

Eso dice la señora que yace tumbada, a metro y medio de la camilla que me interesa, junto a la que me hallo. Dice que quiere que le pasen al supervisor, que su billete está estropeado y ya de paso que venga el camarero, que su copa de tinto hace tiempo que se acabó.

Se divierte mientras afirma que los bárbaros están apunto de ahogar el país en la ruina, y que los zapateros deberían concentrarse en arreglar suelas. Porque “en la guerra dábamos valor a la vida”, repite sin cesar a la enfermera que le enchufa el suero, o al celador que empuja su cama para llevarla a repetir alguna placa. También gusta de comunicar sus ensoñaciones a gritos, con esa voz ya ronca por la enfermedad que desconoce su mente senil. “¡Dile al niño que deje de botar la pelota, ya me ha roto dos jarrones!”

Yo la miro, a escondidas, porque alguna vez me ha visto observándola y me ha mirado a los ojos, asustándome hasta límites infinitos. De vez en cuando, sus pupilas fulguran, y su mirar se torna consciente. Y entonces, al hundirte en el negro enmarcado por sus azules iris, puedes ver cómo palpitan un millar de historias, que recuerda sólo a ratos.

Giro la cabeza y miro a la camilla de mi interés, la que me tiene aquí anclada, a la espera de una señal divina o no, que me haga saber porqué somos caducos, marchitables y frágiles.

Y miro en los suyos mis ojos, que son míos gracias a su existencia, y entonces no puedo evitar pensar que la vida es dulce, ácida, sufrida y bonita. Y sabe a carbón y a piedras y a veces, a hierbabuena. Y veo cómo su “él” le acaricia la mejilla y los cabellos, y cómo le habla con dulzura, después de una vida a su lado, aunque sabe que ella, su “ella”, ya no tiene fuerzas para contestar. Y entonces, yo, siempre escéptica, me vuelvo una creyente empedernida, defensora del género humano y de sus amores, de sus fuerzas y virtudes.

Y me veo ahí, con todos, la loca adorable, mis ellos y yo. Y abro los ojos, como siempre en estos casos, para pensar por un tiempo en que los finales son felices, cuando se ha escrito un buen guión, aunque sean finales. Así que sonrío mientras les miro y les quiero.

Me invade entonces una sensación de energía, eléctrica. Se cierra una era. Una generación. Avanzamos. Hoy he subido un peldaño, sin tropezón. Adiós… Adiós…


S.S

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